Una comedia no
siempre humana
(Sobre la pintura de Rafel Bestard)
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La obra de Rafel Bestard no es una
pintura cómoda, ni mucho menos decorativa. Allí hay urgencia, sensación de
peligro, y la ironía se mezcla, irremediablemente, con lo perverso e inocente.
El relato traspasa las cuatro paredes de la viñeta, y la superposición de
estampas, como en un collage continuo, revela una colección de monstruos que
conviven en una comedia no siempre humana. Si para Hobbes el hombre es un lobo
para el hombre, para Bestard el lobo es un hombre para el lobo. El animal
cohabita con la persona. Son unidad y dualidad.
A veces el artista nos enseñará el
paisaje, la naturaleza abierta, el territorio místico del bosque, y en otras ocasiones
la cebra, el mono o el conejo descansarán junto a la mujer desnuda en un
espacio acotado (una habitación con papel de flores o un estudio neutro). No se
trata tampoco de mitificar al salvaje que un día fuimos, como en Rousseau. A
ratos le damos aire, a ratos lo intentamos controlar. Como no podía ser de otra
manera, el tema de la libertad reclama protagonismo aquí, aunque sea de una
forma más o menos velada.
El reto del pintor es “repoblar la
realidad a través de la imaginación”, dos polos de una misma cosmovisión ya que
lo real, lo representable, no es más que la poética surgida de la mixtura entre
exterior e interior. La percepción es una tela en blanco impregnada de una
proyección que el creador ha construido previamente y que, a su vez, nos convierte en espectadores activos.
Rafel Bestard usa elementos de la
actualidad más reconocible. Y como en las piezas religiosas de Botero, en las
que descubrimos relojes y cadenas de oro, las modelos del pintor mallorquín
aparecen con todo tipo de pulseras de colores o tobilleras. Sea para
representar a Psique o a Hera, o a una musa anónima que deambula indiferente al
voyeurismo del artista.
La reinterpretación de la mitología
clásica es también un artificio para conectar los puntos entre la herencia
recibida (Hades nos recuerda a Van Gogh) y el presente desde el que nos enfrentamos
el cuadro. Estar-en-el-mundo supone incorporar tótems que identifiquemos hoy,
sin renunciar a una iconografía particular e intransferible. El tatuaje del
cuerpo irrumpe en la pintura como una suerte de mise en abyme, y la obra, que podíamos suponer como un retrato, se
reivindica como un cúmulo de perspectivas.
La belleza que desprende la pintura de
Bestard es siempre turbadora. El erotismo radical comparte foco con los guiños
humorísticos y en la mueca cotidiana vemos, al mismo tiempo, la fuerza del
deseo y las frustraciones de una bestia frágil, sensible e incomunicada. Un
pájaro muerto nos tapa la boca. Silencio. Estamos solos ante la pintura.